miércoles, 14 de marzo de 2012

Sobre el consumismo

"Aunque no consultemos ni un libro de historia, podemos averiguar el momento en que los seres humanos empezaron a usar la ropa para vestirse. Basta con constatar que los piojos del cuerpo (Pediculus Humanus humanus) viven exclusivamente en la ropa, y que evolucionaron a partir de los piojos de la cabeza (P. humanus capitis), hace unos 70.000 años, según un estudio de Mark Stoneking y sus colegas del Max Planck Institute de Antropología Evolutiva de Leipzig, Alemania. Sea o no acertada esta hipótesis, también sabemos que las agujas más antiguas tienen alrededor de 40.000 años.
En cualquier caso, hemos de suponer que muy poco después de la invención de la ropa (quizá unas horas), la gente ya no solo empezó a vestirse para combatir el frío sino para marcar estilo...
 si tiramos de hemeroteca, e incluso de los libros de historia, descubriremos que el análisis del presente siempre ha sido no solo pesimista sino prácticamente calcado, generación tras generación: hace 2.800 años, ya Sócrates advertía sobre la pérdida de valores de la juventud: «Los hijos son ahora tiranos… ya no se ponen de pie cuando entra un anciano a la habitación. Contradicen a sus padres, charlan ante las visitas, engullen golosinas en la mesa, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros».
Su discípulo, Platón, abundaba en ello: «¿Qué está ocurriendo con nuestros jóvenes? Faltan al respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres. Desdeñan la ley. Se rebelan en las calles inflamados de ideas descabelladas. Su moral está decayendo. ¿Qué va a ser de ellos?». Estas declaraciones podrían aparecer en cualquier medio de comunicación contemporáneo y la mayoría de nosotros las encontraríamos razonables. Incluso podemos ir 4800 años atrás en el tiempo y leer las siguientes inscripciones de una tablilla asiria: «En estos últimos tiempos, nuestra tierra está degenerando. Hay señales de que el mundo está llegado rápidamente a su fin. El cohecho y la corrupción son comunes».
En definitiva, tenemos una visión un tanto cándida y halagüeña del pasado, y tendemos a creer que es ahora cuando el ser humano se ha convertido en una criatura abyecta y llena de vicios. En otras palabras, el mito del buen salvaje, a pesar de haberse refrendado como tal, como mito, sigue incrustado en las mentes del acervo popular (y hasta de determinados acervos académicos): el pasado era mejor, los que viven en el campo son mejores, los pueblos más conectados con la naturaleza son mejores, etc...
En esta línea, se considera que, a medida que transcurren los años, cada vez somos más materialistas, más consumistas y más despilfarradores; que nos gusta tener de todo, que somos unos caprichosos acomodados en el Primer Mundo, unos avariciosos y unos envidiosos contumaces, que queremos que liberen los horarios comerciales para dar rienda suelta al shopalcoholic que llevamos dentro. Y, por supuesto, que la culpa de todo ello reside en el maléfico capitalismo, en la publicidad, en las marcas, en (no me resisto a repetir el mantra) la pérdida de valores.
Pero ¿cuánto hay de cierto en ello? ¿Desde que nos empezamos a vestir, hace aproximadamente 70.000 años (si hacemos caso a nuestros piojos), la locura consumista ha ido in crescendo y nuestra espiritualidad, in decrescendo? ¿O acaso solo estamos sobrevalorando el pasado?...
Es decir, hasta esa fecha, había más despilfarradores/acumuladores que ahora porque la presión fiscal era menor...
Si desde tiempos inmemoriales ha existido el mensaje frugalista, entonces hemos de entender que también existía su antítesis: el mensaje consumista o, al menos, la tendencia consumista. De este modo, la dicotomía frugalismo/consumismo existió entre los cristianos («Porque ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?», San Marcos, 8:36), entre los budistas («Pero quienquiera que en este mundo vence el vasto deseo, tan difícil de doblegar, sus penas lo abandonarán como el agua se desliza por la hoja del loto», Dhammapada, 336), entre los islámicos («La mejor riqueza consiste en renunciar a los deseos desmesurados», Imán Alí A.S.), entre los confucianos («Tanto el exceso como la deficiencia son erróneos», Confucio, XI. 15) o entre los hindúes («Aquel que vive completamente libre de deseos, sin anhelos […] alcanza la paz», Bhagavad Gita, II. 71)...
el catedrático de psicología social de la Universidad de Austin (Texas) David Buss ya había estudiado a más de 10.000 individuos de culturas distintas en seis continentes y cinco islas que iban de Alaska al territorio zulú, tal y como refiere Matt Ridley en su libro Qué nos hace humanos: «En todas las culturas sin excepción, las mujeres valoraban las perspectivas económicas más que los hombres. La diferencia era mayor en Japón y menor en Holanda, pero siempre estaba presente»...
Al final, cuando todo el mundo incrementa su consumo, el resultado es que las posiciones relativas quedan intactas: consumimos más, pero parece que tenemos menos, lo cual nos produce infelicidad. De este modo, el problema no reside en que consumamos más que antes, sino en que hay más bienes que pueden consumirse, la escalada armamentística por el estatus social se vuelve más cruenta, y sentimos que debemos adquirir más que antes. En todas las sociedades, pues, se intenta consumir todo lo que sea posible consumir, hasta que se toca techo, hasta que consumir más es imposible. Si ahora creemos que consumimos más que antes es sencillamente porque el techo es más alto...
como remata Steven Pinker: «La cantidad de violencia de una sociedad se halla más estrechamente relacionado con la desigualdad social que con su pobreza»...
Así pues, algo mucho más efectivo para reducir el consumo pasaría por reducir nuestra contribución a la producción, pero tal y como señalaJoseph Heath en Rebelarse vende: «el Día Mundial de No Ganar Dinero no suena igual de bien»...
De igual forma, las leyes, las modas o la concienciación de determinados colectivos, todos al alimón, pudieran reconducir la búsqueda de estatus a través de la ostentación hacia otros planteamientos que no impliquen mayor producción de bienes o servicios. Algo similar a lo que sucede en un colegio donde, para evitar que los alumnos pierdan demasiado tiempo y esfuerzo en vestir de determinada forma para destacar en clase, se impone el uniforme como vestimenta: los alumnos buscarán otras formas, algunas muy sutiles, de ostentar cierta superioridad...
 De modo que los esfuerzos de los que consideran el consumismo una actividad infame no deberían centrarse tanto en neutralizar el consumismo (que también, habida cuenta de que los recursos planetarios son finitos) como en generar beneficios sociales del mismo. Lo que el economista Roger Congleton ha llamado «búsqueda eficiente del estatus»..."


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