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Los votantes primero deciden si el presidente les cae bien o no, y después aplican esa preferencia a las políticas que este defiende. Dicho de otro modo, si un presidente demócrata dice que la política pública X es una idea estupenda y que el indicador económico Y es culpa de los malvados canadienses, un porcentaje patéticamente elevado de votantes demócratas le darán la razón, no importa lo que opinaran antes. Esta clase de cambios de opinión es algo que vemos constantemente en las encuestas en Estados Unidos, y que por supuesto se repite en España.
Es también una cifra especialmente relevante en otro punto: los políticos tienen a sobreestimar exageradamente los costes de aprobar reformas ambiciosas y sus efectos sobre la opinión pública. Si un partido en España decidiera abrazar una medida política como por ejemplo el contrato único (por decir algo), la mayoría de sus votantes, por pura identificación partidista, abrazarían la idea casi de inmediato. Una parte igualmente significativa de sus bases cambiaría de opinión en el momento en que alguien del lado contrario dijera que la reforma es una mala idea (“¡prietas las filas!”). Sólo cuatro gatos demasiado politizados que pierden demasiado tiempo leyendo bitácoras en internet sobre políticas públicas se rascarían la cabeza pensativos, e incluso la mayoría de ellos acabaría por encontrar una forma de racionalizar sus apoyo a la idea...
la ideología es un mecanismo muy, muy potente. La mayoría de votantes tienen pocas ideas políticas claras, pero saben muy bien quién acostumbra a tener la razón. Ahí tuvimos a medio PSOE diciendo que bajar impuestos era de izquierdas una buena temporada (y no digáis que no lo hicisteis. Os tengo fichados), y ahora tenemos a medio PP defendiendo la subida del IRPF como si fuera la cosa más liberal del mundo. Segundo, la inmensa mayoría de nosotros no tenemos una opinión formada clara sobre prácticamente ningún tema, así que vamos a acabar confiando al político de mi bando..."